
Jiménez, L. (2007-2009). Auras Anónimas [Fotografías]. Instalación sobre cuatro columbarios del Cementerio Central de Bogotá. Fuente:https://bga.uniandes.edu.co/items/show/1182
En el centro de Bogotá, en toda la 26, está ubicado el Centro Nacional de Memoria Histórica. Mientras camino por los caminos de piedra y los espejos de agua de los que solo queda su recuerdo marchito, mi mirada se pierde en el Cementerio Central. Las paredes de aquel Panteón ahora cargan el peso de los años en su piel resquebrajada: las paredes de piedra blanca ya eran de un color gris a causa de la tierra, dibujando pequeñas grietas en el techo, en las columnas y escalones, como si de cicatrices se tratasen. En los columbarios del Globo B, se encuentra la obra Auras Anónimas de la artista y crítica de arte Beatriz González.
Esta consiste en una intervención en 8,957 lápidas con imágenes de cargueros impresas en serigrafía manual y talladas en las losas, basada en fotografías encontradas en reportajes de la época. La obra volvió a coger relevancia luego que el 14 de febrero cuando el alcalde Carlos Fernando Galán anunció en su cuenta de Instagram que iba a destinar recursos para restaurar los cuatro columbarios del cementerio y la serigrafías de la misma como “un homenaje a la maestra Beatriz González y también como una reflexión sobre la historia del país”.
Esto generó controversia luego que el exalcalde Enrique Peñalosa considerada esta acción como un desperdicio de dinero, así como un acto clasista por parte de una ‘élite intelectual’. El debate se ha centrado en el concepto de memoria nacional: «¿Es esta restauración un acto de justicia social para un pueblo herido por la violencia, o solo una obra de arte destinada a alimentar el ego capitalino?»
DEL CULTO A LOS MUERTOS AL CULTO AL ARTE
Antes de todo, un poco de historia. Los columbarios del Cementerio Central de Bogotá se construyeron en etapas entre 1947 y 1956 para satisfacer la creciente demanda de espacios funerarios tras la época de la violencia (Tomado del IDPC, 2024).
Desde su creación, la gente los llamó el «cementerio de pobres», pues allí descansaban los restos de campesinos, obreros, artesanos, soldados, empleadas domésticas, lavanderas y muchas otras personas cuyas luchas y oficios moldearon la ciudad que conocemos (Lamilla Guerrero, 2025, tomado de Cerosetenta). Este espacio ha albergado inhumaciones y prácticas rituales, dando impulso a oficios y comercios como marmolerías, floristerías, venta de velas y otros artículos de culto, además de servicios religiosos populares.

Rodríguez, C. (2021). Decoraciones a los últimos muertos [Fotografía] En Bogotá de los muertos. Borraduras y permanencias en el Antiguo Cementerio de Pobres (Cap. 1, p. 40). Instituto Distrital de Patrimonio Cultural (IDPC).
La administración de Enrique Peñalosa clausuró el Cementerio de Pobres a principios de los años 2000, tras años de abandono, falta de inversión y la pérdida de parte de sus terrenos, para construir un campo de fútbol y un patinódromo. Aunque no logró su objetivo por completo, la iniciativa dejó una profunda herida. Durante el proceso, demolieron la galería funeraria y levantaron el parque El Renacimiento sobre los restos de quienes habían sido excluidos tanto en vida como en muerte: ateos, suicidas y proscritos (Lamilla Guerrero, 2025, tomado de Cerosetenta). Con el cementerio cerrado, el espacio quedó en suspenso, a la espera de nuevas narrativas.
Es ahí que artistas como Doris Salcedo comenzaron a realizar intervenciones basadas en el site-specific art, en el que se realizaron instalaciones en este espacio. Víctor Laignelet realizó la primera intervención al colocar rosas en algunas columnas. Luego, Antanas Mockus escribió en las construcciones la frase “La vida es sagrada” (El Tiempo, 2018). Ya en 2009, se inaugura la obra ‘Auras Anónimas’ de Beatriz González. En una entrevista para El Tiempo, ella cuenta que una noche, al ver las bóvedas vacías e iluminadas, surgió la idea de sellarlas con lápidas para resguardar las auras de quienes allí descansaron.
“Yo había trabajado en lápidas previamente y pensé que se podrían hacer impresas en serigrafía manual, reproduciendo imágenes de un tema que abunda en la reportería gráfica nacional: hombres cargando cadáveres producto de la guerra. Con esas figuras me propuse construir un símbolo que representara lo que pasaba en el país.”
Beatriz González, entrevista en El Tiempo 2018
Con la fundación del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación en 2011, haciendo que las pintas que los acompañaban se volvieran iconografía de la guerra y este espacio adquiriera un nuevo significado como un espacio de contemplación y reflexión en torno a la guerra y el conflicto armado.
LA FALSA DICOTOMÍA
Lo primero que hace Peñalosa es caer en el meme de los Simpson de ‘es que alguien no quiere pensar en los niños’. En sus trinos, él escribe que: “Al conservar los columbarios y transformar el espacio en un parque-monumento al ego artístico, en lugar de un parque de seis hectáreas en el centro de Bogotá—una de las zonas más difíciles de la ciudad—destinado al bienestar de niños y jóvenes, cientos de miles, e incluso millones, serán menos felices en el futuro’. En su afán por promover un modelo de ciudad basado en la funcionalidad, Peñalosa desestima el valor simbólico de los columbarios y su importancia dentro del tejido social de Bogotá. Y la ironía no puede llegar a ser más cruda: destruir las memorias de los muertos para cubrirlas de cemento y volverlo en un espacio de entretenimiento.
Esta postura ignora la complejidad del debate sobre el patrimonio y la memoria urbana. Esta discusión gira en torno a qué elementos de nuestras historias deben preservarse o contarse. Aunque existe un interés estético, estas intervenciones buscan responder a la necesidad de memoria en Colombia tras el Acuerdo de Paz firmado en 2016. “La memoria está viva siempre en manos de grupos vivos y por ello está en permanente evolución, abierta a la dialéctica del recuerdo y de la amnesia, inconsciente de sus deformaciones sucesivas, vulnerable a todas las utilizaciones y manipulaciones, susceptible de vivir largas latencias y repentinas revitalizaciones” (Cheroux, 2013). Así, los columbarios no son solo piezas estáticas, sino que dialogan entre sí con el Centro de Memoria y el espacio urbano.
Del mismo modo, los grafitis de la calle 26 no existen en aislamiento; interactúan entre sí, construyendo un discurso que busca sensibilizar al ciudadano y hacerlo consciente de la historia del lugar que habita. Aunque estos fenómenos no sean exclusivos de la ciudad, apelan a la memoria como un recurso esencial en un contexto específico: la guerra en Colombia.
Plantea una falsa dicotomía entre memoria y ocio. El espacio público no se limita al esparcimiento; también requiere lugares de contemplación. Incluso la misma Beatriz González postula en una entrevista: «Yo no tengo nada contra los juegos ni los niños, pero no todo es algarabía. Este puede ser un sitio de recreación pasiva, con senderos y árboles. Un lugar donde la gente pueda meditar un poco sobre la historia del país y pensar en lo que significa caminar en paz.»
Ya desde una perspectiva urbanística y de planificación del espacio público, es posible diseñar espacios en el que convivan ambas dimensiones: En Bogotá tenemos lugares como el Parque Nacional con el Monumento de Olaya Herrera que evocan el auge del liberalismo del siglo XX a la par que ves niños montando bicicleta los domingos, la plaza de la Pola en dónde las chicas salen a intervenir cada 8M y que también funciona como lugar de reunión para los universitarios alternos. Más allá de dividir estos espacios, lo que necesitamos es fortalecer esa dimensión de memoria para que se puedan integrar de forma armónica y que dialogue con la vida cotidiana.
EL CLASISMO Y SUS BORRADOS
Luego, el exalcalde critica la construcción del Centro de Memoria en ese terreno, sugiriendo que fue por conveniencia y no por su valor simbólico, y desestima la intervención artística atribuyéndole a la insistencia de una «élite artística». Según él, “La élite artística se estaba apropiando de un parque híper necesario y liquidándolo, convirtiéndolo en un monumento al ego al que nadie va a ir. El alcalde Galán está jugando a lo mismo” (Tomado de su cuenta de X).
Por un lado, se nota que hay un desconocimiento del origen de estos espacios: han sido las colectivas de víctimas y organizaciones de derechos humanos quienes han luchado durante décadas por la preservación de estos espacios de memoria, mientras que el arte se ha convertido en un puente que articula el conocimiento con las luchas sociales. Los artistas son mediadores entre las víctimas y la sociedad, escuchando a las comunidades y, a partir de relaciones colaborativas, crear obras que canalicen su dolor, sus memorias y sus experiencias; relatar estas historias que deciden callar los medios.
Sin embargo, estos actos conmemorativos pueden ser problemáticos. En Auras Anónimas, borrar las huellas de los difuntos —sus nombres y marcas en los nichos— para poner las serigrafías, dejándolos en el anonimato y en una especie de desaparición simbólica. Así, se replica dinámicas de muerte en vida: desplaza a los muertos pobres para dar lugar a la representación de otros, como si la pobreza no bastara como castigo y el cementerio no tuviera ya sus propios muertos (Sierra, 2023: 178). En palabras sencillas, los pobres fueron marginados en vida y, después, despojados incluso de su espacio en la muerte.
No asumimos la memoria como un entramado de capas superpuestas, donde cada una deja entrever fragmentos de la anterior y anticipa la siguiente en una continuidad inacabada, sino que para la alcaldía la memoria es un relato en el que una capa se sobrepone a las otras, dejándose como dominantes, borrando la memoria de aquellos que no tienen voz. Lo mismo ocurrió con los murales del Paro Nacional, que han sido cubiertos con capas de pintura gris, y con los de CUCHAS TENÍAN RAZÓN, borrados a altas horas de la noche con pintura negra. Frente a eso, Galán no ha pronunciado ni una palabra sobre el tema.
Lo que también genera preocupación es que esta intervención busque convertir el espacio en una especie de Comuna 13, saturada de turistas y desvinculada de las dinámicas preexistentes del lugar. Los columbarios no son una galería, sino un espacio de memoria, un testimonio de ausencias y luchas. La intervención debe respetar su carga simbólica y permitir que continúe siendo un sitio de reflexión, duelo y construcción de memoria colectiva.
En un país donde la memoria sigue siendo un campo de disputa, es necesario proteger estos espacios, pero al mismo tiempo debemos preguntarnos cómo integrarlos en la vida cotidiana sin despojarlos de su peso simbólico. Porque al final, habitar es un acto político, y decidir qué recordamos y qué olvidamos define no solo nuestra ciudad, sino también nuestro futuro.
Porque como dijo Sierra, Los ejercicios de memoria deberían abrir, no sellar.