
Durante nueve semanas, estudié la prensa colombiana de los 80 y 90 en el archivo de María Mercedes Carranza. Entre noticias de masacres, asesinatos de líderes, explosiones y desapariciones, reconstruí el clima de un país sitiado por el narcotráfico, la guerra y la corrupción. La violencia marcaba cada ámbito de la vida: el Cartel de Medellín desafiaba al Estado con bombas, el paramilitarismo y la guerrilla sembraban terror en los territorios, y la política se desangraba con el asesinato de sus voces más críticas como Luis Carlos Galán o Bernardo Jaramillo Ossa. Pero en medio de la desolación, la Asamblea Constituyente de 1991 trajo un destello de esperanza: una nueva Constitución que prometía democracia, derechos civiles y, sobre todo, el fin de la guerra. Sin embargo, esa promesa se fue desvaneciendo con el tiempo, chocando con la realidad de un país que se está desangrando ante los ojos de sus propios ciudadanos.
Leer aquellas pilas de noticias me permitió comprender mejor la desilusión que impregnaba la poesía de Carranza. A través de sus versos, ella buscaba dar forma a la manera en que la guerra se inscribe en el cuerpo, el territorio y los lazos sociales. En El canto de las moscas (2003), su lenguaje revela esa violencia latente: el río de rosas en Dabeiba que en realidad es sangre, los sueños que se cubren de tierra en Amaime o el viento que ríe en las mandíbulas de los muertos de Ituango. Ella no ve la guerra como la épica heroica que nos vende el Estado: es íntima, devastadora y profundamente personal. Es el dolor cotidiano de quienes viven en un país donde la violencia es el paisaje habitual.
En una de sus cartas, Carranza afirma: “Es cierto que los colombianos siempre hemos tenido problemas con la palabra: no en vano tenemos fama internacional de querer solucionar nuestros problemas con el machete o el revólver” (Carranza, 1985). Por ello, consideraba que la poesía debía ser una fuerza transformadora, capaz de fomentar el diálogo, la empatía y una disposición de las palabras para asumir la carga de la emoción. Al toparme con esta carta abierta, me surgió a la mente la vaga idea de si en algún momento alguien se sentó a escribirle una respuesta, o si sus palabras se quedaron flotando en el aire o pérdidas entre cajones llenos de polvo. Así que en lugar de escribir un ensayo que repita un análisis pseudointelectual sobre el impacto de María Mercedes Carranza en la poesía colombiana (algo que ya se ha hecho), con veinte notas al pie y casi quince referencias en formato APA, he optado por otro camino: sentarme, abrir el alma, y escribirle una carta.

Carranza, M. M. (s.f.). Carta abierta a quien quiera leerla [Manuscrito, dactilografiado]. Bogotá. Banco de Archivos Digitales de Artes en Colombia (BADAC), Universidad de los Andes. Recuperado de https://badac.uniandes.edu.co/mariamercedescarranza/items/show/2940
"Nuestra imaginación política, moral, económica, tiene que estar a la altura de nuestra imaginación verbal."
Carlos Fuentes
(Discurso del "Premio Cervantes").
"Nos ha correspondido vivir aquí y ahora la época quizás más dramática de la historia contemporánea de nuestro país. No digo la más violenta, porque todos sabemos que la violencia es y ha sido en Colombia la regla y no la excepción en los procesos políticos y en el enfrentamiento de las fuerzas sociales. Pero nunca, hasta estos años, esa violencia había sido provocada y auspiciada en su raíz por poderosisimos focos de poder corrompidos y corruptores, vinculados directamente con el hampa y la delincuencia, como ocurre hoy.
Esos focos han distorsionado y envilecido los naturales procesos sociales y políticos que se producen, por lo general en forma dolorosa, en países como Colombia, donde prevalecen la injusticia y las desigualdades aberrantes. Y cada día se agudizan más las contradicciones sociales. La ausencia de un propósito político con posibilidades reales de emprender las reformas necesarias, ha llevado al enfrentamiento inevitable entre quienes defienden las estructuras sociales, políticas y económicas vigentes y quienes reclaman unos derechos que son elementales, al lado de cada uno de ellos se han apertrechado los dos extremos, siniestros y asesinos: la extrema derecha y la extrema izquierda. La una busca mantener a sangre y fuego una organización social injusta y retardataria; la otra ha perdido toda autoridad moral e ideológica a fuerza de equivocarse tanto, para derivar en actividades propias del hampa maquillándolas de lucha revolucionaria.
Tal panorama, tan esquemáticamente delineado, se enturbia aún más con la
presencia y la acción, ya mencionada atrás, de la mafia del narcotráfico que no ha permanecido indiferente en este enfrentamiento. En un comienzo se alió con la extrema izquierda para obtener seguridad y protección en sus operaciones delictivas, ahora protege y financia a la extrema derecha, cuyos intereses en términos generales comparte. Ambos extremos tienen dinero en abundancia, el uno gracias a la comisión de delitos comunes como el chantaje y el secuestro, el otro gracias a su alianza con la mafia y con sectores decididos a invertir en su seguridad y en la de sus intereses; y ese dinero lo utilizan para incendiar el país y mancharlo de sangre.
Sin embargo, quienes lo están haciendo configuran sólo una ínfima minoría dentro de la población total: en el medio estamos el resto de los colombianos que somos la gran mayoría, mal dirigidos por una clase política que carece de un proyecto nacional para proponernos, (aquí estaba rayado pero no entendí)
y por una élite económica "que sólo ve por un ojo y ese ojo lo tiene en el
estómago."
Esos extremos buscan involucrar a todos los colombianos en su sórdido enfrentamiento, tratando de polarizarnos hacia un lado u otro. Es por éso
que hoy más que nunca nuestra organización social reclama que cada colombiano tenga, ante lo que ocurre en el país, los ojos muy abiertos. Todos los colombianos, pero en especial aquellos que por razón de su trabajo deben cultivar y tener muy afinado el don de la lucidez. Me refiero a quienes tienen el oficio de pensar y de interpretar nuestra realidad: Los escritores, los artistas, los teatreros, los cineastas, los músicos, los filósofos, los creadores en general. Lucidez para no caer en las trampas del dogmatismo venga de donde viniere, para no caer en la complacencia moral y para no perder el sentido de orientación sobre lo que es esencial en nuestra sociedad para avanzar, respetando los derechos de todos y de cada uno de los colombianos.
Porque nosotros, la gran mayoría, debemos también tomar partido. Y creo que no tenemos sino una sola alternativa y es la de tomar el partido de la defensa del derecho a la vida y a la justicia. Debemos rechazar de plano todo procedimiento e ideología que conduzca a la muerte violenta e injusta de cualquiera de nuestros compatriotas, sea de derecha, de izquierda o de centro, sea delincuente o pertenezca a grupos armados legales o ilegales.
Debemos rechazar también cualquier procedimiento o ideología que tienda a prolongar la actual situación política y social del país. Pero no debemos apoyar a quienes manifiestan ese rechazo por medio de la violencia y de la muerte.
Porque si defendemos los derechos humanos es porque respetamos al hombre y exigimos que se respeten los derechos de todos los hombres, mujeres y niños que diariamente mueren por la violencia social y la violencia política.
Negarse a la polarización no quiere decir mantenerse al margen, sino no caer en el chantaje del compromiso. Debemos actuar, pero debemos también reservarnos el derecho a reflexionar antes de hacerlo, y con ello incitar al debate y al ejercicio de la crítica acerca de lo que ocurre en el país.
Y sobre todo no debemos caer en el pesimismo de que lo que hacemos cada uno de nosotros -escribiendo un verso o un artículo de periódico, montando una obra de teatro o pintando un cuadro- no sirve para que se imponga la justicia social que todos deseamos. Porque se sabe que un buen verso, un cuadro hermoso, una película bien hecha, mejoran la calidad de la vida y del alma de quienes los gozan y ese solo hecho contribuye a que todos seamos mejores en el momento de actuar dentro de nuestra sociedad. Esa es la razón de ser de nuestro oficio, la que además justifica que intentemos por encima de todo ver claro y transmitir con nuestro trabajo esa visión lúcida y siempre creativa de la realidad que vivimos a quienes quieran y puedan oírnos."
EN RESPUESTA A MARIA MERCEDES CARRANZA
Estimada Maria Mercedes:
No sé si sonará extraño empezar diciendo: “Espero que esta carta te encuentre bien”, ya que te encuentras en un plano existencial distinto al nuestro, pero supongo que la cortesía no pierde vigencia. Nací en una familia católica, por lo que me enseñaron que existe una vida después de la muerte. Ahora, con 24 años, me cuestiono si verdaderamente existe un cielo pero una parte de mi quiere creer que existe y que estás ahí. Tal vez recostada en el regazo de tu padre, Eduardo Carranza mientras te acurruca con sus alas, o conversando con Luis Carlos Galán sobre los viejos tiempos. Quizás sigues escribiendo de madrugada, con esos ojos tristes perdidos en las cornisas de las nubes, observando esta tragicomedia conocida como Colombia en 2025.
Han pasado varias cosas desde tu partida. La guerra se recrudeció hasta el punto en que la tierra ya no brotaba flores, sino huesos de inocentes. A varios jóvenes de Medellín y de Soacha los arrancó la noche; el ejército los vistió con ropas ajenas, los calzó con botas que no eran suyas y los llevó pa’l monte en dónde no se escucha el ruido de las cigarras. Los arrodillaron, les marcaron la frente con la boca del fusil y les arrebataron el aliento de un disparo. Enterraron sus cuerpos en fosas comunes y sobre ellos sembraron mentiras: dijeron que eran “guerrilleros” y los convirtieron en cifras de bajas en combate para ser canjeados por una medalla y un ascenso. A eso se le dió un nombre: los mal llamados falsos positivos.
Fueron años crueles: madres, hermanas… mujeres lloraban a sus muertos, sosteniendo entre sus manos el retrato de su familiar, como si al aferrarse a la imagen pudieran traerlos de vuelta, como si el papel pudiera devolverles el calor de un abrazo que les arrebataron. Recorrieron oficinas, tocaron puertas cerradas, gritaron sus nombres en plazas vacías, pero solo el eco les respondió. Y los padres de la guerra las llamaron “locas”, les exigieron silencio, pero ellas aprendieron a convertir el dolor en resistencia.
Después de sesenta años de guerra, nos prometieron la paz. O al menos eso intentaron vendernos. En 2016, tanto los miembros de las FARC como el Gobierno se sentaron a hacer Acuerdos en la Habana. A los amos de la guerra no les gustó lo pactado y comenzaron a gritar que iban a darle al país en bandeja de plata al comunismo (o como dicen ellos, al ‘castrochavismo’), que nos íbamos a volver venezuela, que las mujeres iban a abortar a diestra y siniestra, que los niños se iban a volver homosexuales, entre una retahíla de mentiras absurdas. Se convocó un referendo en todo el país, y uno pensaría señora Carranza que después de tanta violencia la gente votaría por la paz. Pero ganó el NO. Se sintió como un baño de agua fría: volvió a ganar la guerra, y mientras el pueblo lloraba, los amos celebraban con whisky en sus alpargatas blancas.
A pesar de todo, al final se ‘tuvo paz’, pero una paz mutilada. Las Farc aún sigue viva pero con disidencias de guerrilleros rebeldes, y a esto se le unió clanes de narcotráfico que trabajan codo a codo con carteles mexicanos, un ELN cegado por el poder y bandas criminales aterrorizando los barrios. En resumidas cuentas, seguimos en guerra.
En esta carta decías que una minoría política se aprovechaba de las mayorías y gobernaba en su favor. Y así fue durante décadas: los mismos apellidos, los mismos intereses, las mismas decisiones que siempre beneficiaban a unos pocos mientras el resto del país sobrevivía entre la desigualdad y la violencia. Esto era una olla a presión que iba a explotar en cualquier momento, y así fue. Esto era una olla a presión a punto de estallar, y así ocurrió. En 2020, una pandemia paralizó al país: la gente moría en las camas de las UCI, mientras los centros comerciales, los cines y los teatros permanecían cerrados. El trabajo y el estudio se trasladaron a casa, y la vida, tal como la conocíamos, se detuvo.
Y mientras tanto, la canasta familiar subía de precio, las familias morían de hambre y el gobierno no hacía nada. Fue entonces cuando, a pesar del confinamiento, la gente salió a las calles. Las autopistas se llenaron de cuerpos y consignas, los monumentos cayeron y fueron cubiertos de grafitis, de calcomanías, de carteles. Hubo canto, baile, arte. En las noches, los cacerolazos resonaban desde los edificios hasta el punto de que se mimetizan con el barullo de los autos. La gente salió a gritar lo que llevaba años callando. Se rompió el miedo, se desbordó la rabia. Querían hacernos creer que la protesta era un capricho, que las demandas de justicia eran solo ruido. Pero la historia es terca, y el pueblo también.
Y fue así como, tras el estallido social, llegó al poder un gobierno de izquierda. Por primera vez, aquellos que antes solo eran escuchados a punta de gases y balas se convirtieron en protagonistas. No fue una victoria sencilla, ni significó el fin de las luchas, pero sí marcó un quiebre en la historia, una posibilidad de imaginar algo distinto. No obstante el sueño se esfumó entre los nubarrones negros que cubren Monserrate, y aquel ‘gobierno del cambio’ resultó teniendo las mismas mañas de los otros.
Las noticias siguen siendo igual de desoladoras a las de tu época, mi querida: Matan a líderes sociales diariamente, los niños se mueren de hambre en la Guajira, la violencia está desbordada en el Norte de Santander y el alcalde se va para un concierto, las mismas familias siguen gobernando y nosotros seguimos siendo el mismo país polarizado que sigue resolviendo su diferencias a punta de balazos. Somos la serpiente que se devora a sí misma, el pueblo atrapado en la peste del olvido. Y como decía Gabriel García Márquez, somos un pueblo condenado a repetir la misma historia.
Recuerdo que en un escrito tuyo preguntabas por qué la poesía era necesaria en un país como Colombia. Porque cuando la historia se repite con la brutalidad de siempre, solo la poesía es capaz de nombrar el dolor sin convertirlo en costumbre. Porque le da cara y un espíritu al cuerpo inerte considerado cifra. Porque entre balas y promesas rotas, hay versos que sostienen lo que las manos ya no pueden. Porque aquí, donde la muerte se anuncia en titulares y la esperanza se vende al mejor postor, la poesía nos recuerda que aún respiramos, que aún sentimos, que aún soñamos con algo distinto. A pesar de todo, creo en mi país,creo que podemos ser esa nación anhelada donde quepamos todos y donde haya hermandad. Porque en un país donde la memoria se borra y la injusticia se perpetúa, la poesía insiste en escribirnos de nuevo.
No quiero cerrar con una despedida, sino lo haré con un pequeño poema (No me juzgues, hace tiempo que no escribo).
Dices que la violencia es la regla,
y la regla se ha escrito con sangre,
con la caligrafía torpe de quienes,
sin nombrarnos, nos han condenado
a ser solo huellas en el lodo.Nos ha tocado el filo del tiempo.
Aún sigue abierta la herida en la carne de la historia.
En los ríos, la sangre brota de las venas inocentes.
Somos el espejo roto donde cada fragmento refleja un grito,
donde la madre carga en su cuello la fotografía de un desaparecido.Pero aquí estamos.
Nosotros, los que aún creemos
en el poder de la palabra.
Somos la gota de agua que calma la sed de justicia.
Somos la antorcha que ilumina los senderos verdes del monte.Aunque sienta el peso de tu bota,
mi garganta seguirá cantando.
Aunque me borres de la historia,
mi lucha vivirá en la memoria de cada compañero.
Porque el verso interrumpe el relato impuesto,
porque la poesía es también resistencia.No estamos solos.
No estamos solos.
Romperemos los techos de cristal,
derribaremos los muros del miedo,
y desde sus ruinas construiremos nuevas utopías.Sí, el país está herido,
pero aún canta.
Aún canta.
Atentamente,
Laura.