Como un tirador de élite, Rafael Humberto Moreno Durán disparaba a diario su artillería de palabras desde el último piso de un edificio de fachada de ladrillo en la localidad de Chapinero. Una trinchera personal de diez metros cuadrados que pasó desapercibida en un tradicional barrio de políticos y empresarios, pero que resultó insuficiente para ocultar el poder de su arsenal. Ni el mejor agente de inteligencia sospechó nunca que, desde ese rincón inadvertido de Bogotá, este escritor boyacense concretó en poco tiempo algunas de las hazañas intelectuales más importantes del país en el siglo XX.
En las mañanas, calibraba su máquina y planificaba sus movimientos en función del personaje que tuviera bajo la mira. Solo tiros de gracia, ninguno al azar. Cada letra, punto y coma impactaban en su objetivo con la precisión con que una arpía clava sus garras en el dorso de una comadreja. Se tomaba su tiempo para analizar el terreno, esparciendo sus notas sobre un bufete de roble, como quien despliega mapas de batalla en la víspera del día D. No temía realizar sus misiones a la luz del día, es más, prefería que el sol fuera testigo de su actuar. Y, aunque sabía a lo que se exponía con cada sentencia, su espíritu litigante lo llenaba de seguridad. No era solo un escritor, no era solo un jurista, era un estratega de la palabra en un mundo donde la tinta era más letal que la pólvora.
Aquella joya surgió en la ciudad de los tesoros escondidos el mismo año en que los ejércitos soviético y norteamericano izaban sus banderas en Berlín. Era el presagio de una vida de victorias y, en efecto, lo fue. Durante seis décadas, recorrió todo tipo de galas, dejando en alto la bandera de la patria. Desde San Sebastián, donde recibió el Premio Literario Kutxa, pasando por Barcelona, donde fue finalista del Premio Nadal de Novela, hasta Caracas, donde fue finalista del Premio Internacional Rómulo Gallego. En cada certamen, su verbo se convirtió en estandarte de la literatura nacional, y su nombre resonó entre intelectuales y críticos.

Fotografía RH Digital (CC-BY-SA-4.0), https://commons.wikimedia.org/wiki/File:R.H._Moreno-Dur%C3%A1n_signature.png
En el bajo mundo, o mejor, en el alto mundo, era conocido como R.H., dos consonantes del latín que reflejaban la dualidad de su espíritu. Un tipo de accionar vibrante, pero de silencios precisos. Su seudónimo, en mayúsculas, daba pistas de la imponencia de su carácter, de la firmeza de sus ideas y de la contundencia con la que las plasmaba en el papel. Ese mismo carácter que lo hizo merecedor de la Orden de la Libertad, aquella insignia que adorna las gabardinas verde oliva de los coroneles más destacados de la república, pero que en su caso no fue impuesta por méritos de guerra, sino por la audacia con la que libró sus combates en el campo de la literatura.
Nunca imaginó que alguien pudiera vulnerar su defensa, pero ni el comando más experimentado es capaz de contener los embates del destino. En esa emboscada, su corazón se vio comprometido y su alma quedó marcada para siempre. Y, a pesar de que por primera vez quedó en evidencia su fragilidad, esta no fue una derrota. Por el contrario, fue el giro inesperado en su estrategia, la sorpresa en el tablero que lo llevó a rendirse, no ante un enemigo, sino ante una fuerza aún más poderosa que su pluma: el amor. Un sometimiento voluntario que, lejos de despojarlo de su esencia, lo elevó a un campo de batalla más íntimo, más humano.
Aunque no era Lewinsky, Mónica sacudió la vida de este hombre hasta hacerlo dimitir de su coraza. Su perfume era más poderoso que un arma química, su mirada canela más letal que una pieza de artillería y sus palabras más certeras que el proyectil de un fusil. Era una mujer que conseguía lo que quería, una habilidad propia de su oficio como periodista. Mónica Sarmiento Duque no era la del sexo débil, sino la de En busca del sexo perdido.

Fotografía tomada por Elisa Cabot (CC BY-SA 2.0) https://www.flickr.com/photos/76540627@N03/7628913088/
Y es que no debe ser fácil lograr que un ateo confeso le quite las arrugas a su vestido de paño, ajuste el nudo de su corbata y camine con sus zapatos lustrados por la alfombra que conduce al sagrario. No por falta de convicción, sino porque en su código personal la fe y el rito no tenían cabida. Sin embargo, allí estaba, de pie ante el altar, con el pulso contenido y la mirada fija en la mujer que había logrado lo impensable, desarmarlo sin disparar un solo tiro. Y, una vez allí, mientras la observaba con la intensidad de quien ya no teme a la rendición, sostuvo sus manos y aguardó a que el hombre de sotana dictara el mandato definitivo: “Yo os declaro marido y mujer, puede usted besar a la novia”.
Fueron felices por siempre, o al menos hasta que un enemigo silencioso apareció en la vida de R.H. Era un pisa suave, un adversario sin rostro que se infiltró en sus entrañas sin levantar sospechas. No fue una operación relámpago, sino una guerra de desgaste que lo fue debilitando paulatinamente, hasta que su cuerpo, ese bastión que siempre había resistido, comenzó a ceder. El 21 de noviembre de 2005, su esófago no aguantó más. El rey Humberto, y no precisamente el de Italia, libró su última contienda y se despidió en la Reina Sofía.
Rafael Humberto Moreno Durán, más conocido como R.H., el boyacense que se sentó en la misma mesa de Vargas Llosa y García Márquez. Un legado que sigue vivo en las grabaciones de su programa Palabra Mayor, en su trilogía Fémina Suite y en Alejandro, su hijo. Desde donde esté, leerá este texto con desdén, pues su perfeccionismo ya habrá encontrado un punto en el lugar equivocado.